De Maciel a Naasón: Los escándalos de abuso y riqueza ilícita que fracturaron para siempre la confianza en las iglesias.
Un fenómeno silencioso pero imparable recorre Latinoamérica, un terremoto espiritual que está reconfigurando el mapa religioso de la región. No se anuncia con grandes manifestaciones ni con declaraciones altisonantes, sino en las conversaciones íntimas de las familias, en la quietud de las decisiones personales y en la búsqueda individual de millones. Se trata de un distanciamiento progresivo, pero masivo, de las estructuras religiosas tradicionales, particularmente de la Iglesia católica, y la simultánea emergencia de nuevas comunidades de fe que, paradójicamente, suelen abrazar posturas aún más conservadoras.
Este no es un proceso simple ni responde a una sola causa. Es, más bien, un cúmulo de desencuentros, decepciones y una revaluación profunda de lo que significa creer en el mundo moderno. Durante los últimos años, hemos sido testigos de cómo el Vaticano, bajo el pontificado del papa Francisco, ha intentado navegar aguas turbulentas, tomando decisiones que para muchos son audaces y necesarias, y para otros, una traición a los fundamentos de la fe.
El pontífice argentino ha marcado una era de aparente apertura: su condena –aunque muchos críticos señalan que aún es insuficiente– a los casos de pederastia dentro de la Iglesia, sus gestos hacia la comunidad LGTBQ+, su acercamiento tangible a los marginados (prostitutas, indigentes, reclusos) y su postura más comprensiva hacia realidades como el divorcio, han pintado un cuadro de una institución que pugna por actualizarse. Como bien reflexiona el escritor y teólogo James Martin en su libro Construyendo un puente, sobre la relación entre la Iglesia y la comunidad LGTBQ, “El respeto, la compasión y la sensibilidad deben ser la base de todo encuentro”. Francisco parece intentar construir ese puente, aunque muchos desde ambas orillas sientan que tiembla bajo sus pies.
Sin embargo, este intento de modernización choca con una realidad latinoamericana compleja. Mientras la cúpula católica en Roma parece inclinarse hacia una agenda más contemporánea, en el día a día de las parroquias y en el corazón de los feligreses, el cambio es lento, titubeante y, a veces, inexistente. Y en este vacío de certidumbre han florecido con fuerza otras voces religiosas.
El conservadurismo como refugio: la respuesta de las nuevas iglesias
Frente a la percibida “incertidumbre” del catolicismo, muchas personas han encontrado una aparente solidez en denominaciones evangélicas, pentecostales y grupos como los Testigos de Jehová. Estas congregaciones, al menos en su gran mayoría en Latinoamérica, ofrecen respuestas claras, dogmáticas y libres de ambigüedades en un mundo que se percibe cada vez más caótico.
El caso de los Testigos de Jehová es emblemático. Su estructura rígida y sus normas estrictas proveen un marco de conducta definido: las mujeres visten con faldas como símbolo de modestia, se desaconseja el uso de maquillaje excesivo y se prioriza el papel del hombre como cabeza del hogar. Celebraciones como los cumpleaños o Halloweenson vistas como festividades de origen pagano que desvían la adoración que debe ser exclusiva para Jehová. Para un creyente que se siente perdido, estas reglas no son una cárcel, sino un mapa detallado para transitar la vida de manera “correcta” y segura.
De manera similar, muchas iglesias cristianas evangélicas mantienen una postura firme contra expresiones culturales que consideran mundanas o diabólicas. Ciertos géneros musicales, películas de terror o prácticas como el yoga son frecuentemente satanizadas, creando una burbuja protectora alrededor del creyente. Esta mentalidad de “nosotros contra el mundo” genera una cohesión social poderosa y un sentido de pertenencia muy fuerte, algo que la Iglesia católica, más grande y heterogénea, lucha por ofrecer de manera uniforme.
Pero ¿la rigidez doctrinal es la única razón por la que las personas abandonan la fe de sus padres? La respuesta es un no rotundo. El desencanto es multicausal y toca fibras mucho más profundas y dolorosas.
La herida abierta: el escándalo sistémico de los abusos
Si hay un factor que ha dañado irreversiblemente la credibilidad de las instituciones religiosas, tanto católicas como de otras denominaciones, es la revelación sistemática de los casos de pederastia y abuso de poder. La figura del sacerdote o pastor –aquel hombre austero, entregado a Dios y alejado de los placeres mundanos– quedó hecha añicos ante la cruda realidad.
Los nombres de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, y Naasón Joaquín García, líder de La Luz del Mundo, se han convertido en símbolos de una podredumbre institucional que va más allá de individuos perversos. Maciel, un hombre que durante décadas fue recibido y alabado en el Vaticano, resultó ser un depredador sexual sistemático, un abusador de menores, un adicto a las drogas y el padre de varios hijos en relaciones secretas. Naasón García, por su parte, fue condenado por abuso sexual infantil y trata de personas, aprovechando su posición de poder divino sobre sus seguidores.
Estos no son “casos aislados”, como a menudo se intenta presentarlos. Son la punta de un iceberg que revela sistemas diseñados para proteger a la institución y no a la víctima. El periodista de investigación Jason Berry, quien ha dedicado su carrera a destapar estos crímenes en su libro Votos de silencio, lo expone crudamente: “El escándalo de los abusos no es sobre sexo, sino sobre poder. El poder de una institución que se creía por encima de la ley”.
Las estadísticas son abrumadoras. Un reporte en Francia estimó que, desde 1950, unos 330 000 menores fueron abusados por sacerdotes o figuras relacionadas con la Iglesia católica. En Estados Unidos, las demandas por abusos han llevado a diócesis enteras a la bancarrota. Latinoamérica no es la excepción, con casos reportados en todos los países, desde México hasta Chile.
Este trauma colectivo ha provocado una deserción masiva. ¿Cómo confiar en una institución que predica santidad mientras encubre el horror? ¿Cómo entregar el diezmo sabiendo que ha servido para pagar abogados que silencien a las víctimas o para financiar los lujos de líderes corruptos? La imagen del líder viajando en jets privados y viviendo en opulencia, mientras sus feligreses donan su último peso, ha sellado para muchos la hipocresía del sistema.
El pulso de la era: la colisión con los movimientos sociales y el acceso a la información
Más allá de los escándalos, existe un choque cultural e ideológico inevitable. Las nuevas generaciones, particularmente los millennials y la Generación Z, han crecido en un mundo donde los valores de inclusión, igualdad de género y diversidad son centrales en su cosmovisión.
La ideología de género y el feminismo no son para ellos conceptos abstractos, sino luchas por la dignidad de sus amigos, familiares y de ellos mismos. Cuando una institución religiosa se empeña en mantener una visión arcaica de los roles de la mujer o se niega a reconocer los derechos de la comunidad LGTBQ+, no solo está expresando una opinión teológica; para muchos, está negando la humanidad de las personas que aman.
Esta brecha se amplifica de manera exponencial gracias al acceso ilimitado a la información. Internet ha roto el monopolio del conocimiento que durante siglos ostentaron las iglesias. Ya no es necesario acudir a un sacerdote o pastor para entender la Biblia; hay foros, blogs, aplicaciones y textos académicos al alcance de un clic. Las personas pueden contrastar, cuestionar y formarse sus propias opiniones.
Yuval Noah Harari, en su monumental obra Sapiens, señala: “Las religiones tienden a afirmar que sus preceptos son verdades eternas e incuestionables, pero en la práctica su interpretación cambia constantemente de acuerdo con los avances científicos y las corrientes culturales”. Hoy, esa interpretación ya no la controla solo la jerarquía. La gente común, armada con información, está haciendo su propia hermenéutica y a menudo encuentra que las doctrinas rígidas no se alinean con el mundo que habitan.
El control se esfuma. Las doctrinas que se utilizaban para infundir miedo y respeto a un Dios vengativo y omnipresente ahora son desmontadas y analizadas con una lupa crítica. Se cuestiona todo: desde la historia oficial de la Iglesia hasta la veracidad de sus textos sagrados. Y en ese proceso de deconstrucción, muchas personas deciden que pueden conservar su fe, pero desechar la institución que la administra.
La búsqueda incansable: la espiritualidad más allá de la religión
A pesar de este éxodo, sería un error concluir que la humanidad se está volviendo menos espiritual. Todo lo contrario. Lo que estamos presenciando es una migración. Las personas no están abandonando la fe; están abandonando los contenedores que se les ofrecen para practicarla. Buscan un refugio auténtico, una espiritualidad que los guíe y les conceda paz en sus momentos más turbulentos, pero sin las ataduras de la hipocresía, el dogmatismo y el abuso.
Anhelan una conexión con lo divino que no esté mediada por una burocracia eclesiástica que parece más interesada en su autopreservación que en el bienestar de sus almas. Como dijo el teólogo protestante Paul Tillich, “La duda no es lo opuesto a la fe; es un elemento de la fe”. Las generaciones actuales abrazan esa duda, la exploran y se niegan a aceptar respuestas simplistas.
¿Podrán las instituciones religiosas rectificar? El camino de regreso es estrecho y empinado. La posibilidad existe, pero está condicionada a una transformación radical. Implica abandonar ambiciones temporales de poder y riqueza, escuchar de verdad el clamor de su rebaño y, sobre todo, adaptarse a un mundo que clama por una fe compasiva, humilde y relevante.
Necesitan recordar que, en esencia, su mensaje debería ser sobre amor y servicio, no sobre control y dogma. El futuro de la fe no está en catedrales doradas o en doctrinas inflexibles, sino en la capacidad de tocar el corazón humano con autenticidad. Y, como bien intuye el papa Francisco, ese corazón a menudo late con más fuerza en las periferias, entre los excluidos, que en los centros de poder donde se administra la burocracia de un Dios al que, en realidad, se le puede hablar desde cualquier lugar, en cualquier momento, sin necesidad de intermediarios.



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