El gran robo post-pandémico: cómo los conciertos se convirtieron en un lujo obsceno.
La pandemia fue un cataclismo global que fragmentó la normalidad en mil pedazos. De la noche a la mañana, los hábitos más arraigados, los placeres más simples y las conexiones humanas más esenciales se detuvieron. El mundo se sumergió en un experimento forzado de introspección colectiva, donde lo que una vez se dio por sentado —un abrazo, una cena, una fiesta— adquirió el valor de un lujo inalcanzable.
En ese panorama, la experiencia musical, tradicionalmente un ritual colectivo, migró a las transmisiones en vivo. Se volvió íntima, silenciosa, digital. Pero en ese silencio se estaba gestando un anhelo profundo por el rugido de la multitud y la vibración del bajo. Fue una ausencia que, como señala el filósofo Byung-Chul Han, creó un vacío que el capitalismo hiperconsumista estaba más que listo para llenar, pero con una estrategia renovada y más agresiva.
Hoy, ese anhelo se ha materializado en una explosión sin precedentes de giras mundiales y festivales. Sin embargo, cualquiera que haya intentado comprar una entrada para ver a su artista favorito se ha topado con una realidad ineludible: los precios no solo han subido, sino que se han disparado a estratosferas impensables en 2019. ¿Qué sucedió? La respuesta es una compleja red de psicología colectiva, nueva economía digital y una reinvención del concepto de lujo.
La psicología del "YOLO" Pos-traumático
Después de periodos de incertidumbre, la psicología humana tiende a recalibrarse. Conceptos como el Carpe Diem o el acrónimo YOLO (You Only Live Once – Solo se vive una vez) dejaron de ser frases motivacionales para convertirse en mantras que guían las decisiones de consumo. La gente, habiendo enfrentado la fragilidad de la vida, desarrolló una urgencia por vivir experiencias ahora, por compensar el tiempo perdido.
La industria del entretenimiento, con su radar siempre afinado para captar las pulsiones sociales, identificó este cambio de mentalidad. No se trata solo de vender un concierto, sino de vender la oportunidad única e irrepetible de reconectar con la alegría. El marketing dejó de hablar de la música para enfocarse en la experiencia transformadora.
Esta narrativa aprovecha un sesgo cognitivo poderoso: el miedo a perderse algo (FOMO, por sus siglas en inglés). En un mundo donde todo se comparte en redes sociales, no asistir al evento del que todos hablarán se siente como una exclusión social. El sociólogo Zygmunt Bauman, en Modernidad Líquida, argumenta que la pertenencia se define cada vez más por el consumo de experiencias compartidas y viralizables. El concierto se convierte en un bien de estatus, un trofeo que prueba que se está "viviendo al máximo".
El mecanismo de la exclusividad artificial
Para elevar aún más la percepción de valor (y el precio), las plataformas de venta de entradas han perfeccionado un sistema que genera una ilusión de exclusividad. El proceso ya no es sencillo; está plagado de obstáculos diseñados para crear deseo.
Primero, están las "listas de espera" y los "accesos presale para fans". Lejos de ser un beneficio, estos mecanismos son un filtro que identifica a los consumidores más motivados y dispuestos a pagar. Te convierten en un "elegido", en parte de un club exclusivo que tiene el privilegio de... poder comprar un boleto. Es una estrategia de marketing brillante y perversa: te hacen competir por el derecho a gastar tu dinero.
Y aquí viene el golpe maestro: el paquete. Una vez que accedes con tu código, te das cuenta de que las entradas sencillas son escasísimas. La verdadera oferta son los “paquetes de experiencia” que, por un precio que puede duplicar el valor base del boleto, incluyen mercancía oficial: una playera, un pin, un tote bag, etc. Artículos cuyo costo de producción es ínfimo comparado con lo que se paga por ellos. Lo crucial es que no puedes rechazarlos; vienen atados al boleto. El consumidor, bajo el hechizo de la narrativa de "oportunidad única", justifica el gasto excesivo. La racionalidad económica se nubla frente a la emoción y el deseo.
La cruda realidad económica de los artistas
Para entender la otra cara de la moneda, es imperativo mirar cómo la industria musical se transformó antes de la pandemia. La llegada de las plataformas de streaming como Spotify y Apple Music diezmó los ingresos tradicionales de los artistas.
Las cifras son elocuentes. Un reporte de la Federación Internacional de la Industria Fonográfica (IFPI) y Billboardindica que se necesitan entre 3,000 y 4,000 streams de una canción para generar unos míseros $15 de regalía para el artista. Aunque los ingresos por streaming son millonarios para las superestrellas, suelen ser solo una fracción de lo que generan otras fuentes.
¿La solución? Diversificar. Las giras, la mercancía, las colaboraciones con marcas y los documentales se han convertido en engranajes esenciales de la máquina económica de un artista moderno. Un tour no es solo una gira; es una campaña de marketing masiva para vender desde sudaderas hasta experiencias VIP. Es comprensible, es su negocio y el sustento de un ejército de técnicos, managers, roadies y bailarines. Los costos de producción y logística de escenarios monumentales son astronómicos y han aumentado con la inflación global pospandemia.
Casos de estudio: El bueno, el brutal y el cuestionable
Al observar el panorama actual, se pueden identificar diferentes enfoques.
El esfuerzo recíproco: The Weeknd y Paul McCartney
Artistas como The Weeknd o Paul McCartney ofrecen un argumento sólido a favor del precio. La gira After Hours til Dawn Tour de The Weeknd, por ejemplo, recaudó un impresionante total de $461,8 millones de dólares, con una producción visual deslumbrante y un setlist extenso. Por su parte, Paul McCartney, en su gira Got Back, ha recaudado más de $150 millones de dólares, ofreciendo presentaciones maratónicas de casi tres horas. En ambos casos, el público sale sintiendo que cada centavo valió la pena. Hay una relación de respeto: el artista se da por completo al público y el público recompensa ese esfuerzo.
El espectáculo sin medias tintas: Rammstein y Metallica
Luego está la categoría del espectáculo puro. Bandas como Rammstein o Metallica no venden un simple concierto; venden un evento teatral y pirotécnico. La gira de Rammstein de 2023, por ejemplo, generó más de $136 millones de dólares. Su producción es tan colosal y técnicamente compleja que justifica los precios elevados. No estás pagando solo por la música, sino por ver a Till Lindemann volar con alas de fuego o por cañones que disparan espuma. El valor de la experiencia es claro, tangible e indiscutible para sus fans.
El enfoque de mercadotecnia extrema: Taylor Swift y Shakira
Aquí es donde las críticas se vuelven más intensas. Taylor Swift no es solo una música; es un fenómeno económico. Su gira Eras Tour ha sido una máquina de hacer dinero de una eficiencia abrumadora, recaudando la cifra récord de más de $1,040 millones de dólares, convirtiéndose en la primera gira en la historia en superar los mil millones de dólares. Sin embargo, su estrategia de venta de boletos, asociada a los "paquetes" obligatorios de mercancía, ha sido ampliamente discutida. Pagar más de $1,300 dólares por un boleto que no es VIP y que incluye productos que el fan no necesariamente quería, genera una sensación ambivalente. Si bien su show es impecable, la proporción del costo asignado a los productos deja un regusto amargo. La transacción se siente menos artística y más comercial.
El caso de Shakira, con su gira Las Mujeres Ya No Lloran World Tour, ha generado más de $250 millones de dólares solo en Estados Unidos, con un estimado de más de $300 millones de dólares a nivel global. A pesar de estas impresionantes cifras, la estructura de su show ha sido objeto de análisis. La crítica se ha centrado en el uso quizás excesivo de videos y en una narrativa que se enfocó casi exclusivamente en su etapa de reggaetón, dejando de lado la profundidad de su catálogo de baladas y rock pop. La expectativa de un viaje por todas sus "eras" chocó con la realidad de un espectáculo más focalizado, lo que para una parte del público no justificó la inversión total (boleto, viaje, hospedaje).
Hacia una relación más consciente
Asistir a un concierto hoy es una inversión económica significativa. Implica el costo del boleto, el transporte, el alojamiento, la comida y el tiempo. Ante esta realidad, el público tiene el derecho —y casi la obligación— de volverse más crítico y consciente.
Esto no se trata de boicotear, sino de consumir con inteligencia. Significa investigar antes de comprar: ¿qué dicen las reseñas de otras ciudades? ¿Cuál es la duración real del setlist? ¿El artista tiene fama de darlo todo? Significa valorar si la experiencia completa justifica el gasto completo.
También significa permitirse opinar con honestidad. Si un show tuvo problemas de sonido o fue demasiado corto para el precio, es válido expresarlo constructivamente. Los artistas y sus equipos deben saber que el público no es una billetera andante, sino una comunidad de personas que se conectan a través de la música y que merecen respeto.
La pandemia nos enseñó el valor de las experiencias reales y de vibrar en comunidad. Ese anhelo es legítimo y hermoso. La industria lo sabe y lo monetiza. El desafío ahora, como consumidores informados, es asegurarnos de que esa monetización no explote nuestra nostalgia, sino que la honre con integridad, calidad y reciprocidad. Al final, el lujo más grande no es el acceso a un código de pre-venta, sino la garantía de una noche auténtica y memorable post-pandémico: cómo los conciertos se convirtieron en un lujo obsceno.



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