Iztapalapa, los impuestos y la ilusión: 5 verdades incómodas que desnudan el sistema.

 




En el tejido social de América Latina, y particularmente en México, existe un personaje tan familiar como el vecino ruidoso o el pariente que siempre opina en las reuniones familiares. Es ese amigo, ese compañero de trabajo o ese familiar cuyo fervor por su equipo de fútbol o su grupo musical favorito es equiparable a la lealtad inquebrantable que profesa hacia un partido político o una figura de liderazgo.

Para esta persona, la política no es un campo de debate, de propuestas o de evaluación crítica. Es una tribuna. Un espacio donde los colores partidistas se llevan en el corazón como una camiseta, donde los discursos son coreados con la misma pasión que las porras en un estadio y donde cualquier crítica al equipo propio es percibida como una traición imperdonable. Esta devoción, aunque bienintencionada en su origen, suele operar en un piloto automático que anula la reflexión profunda sobre el mensaje que se defiende y, lo más crucial, sobre los resultados tangibles que se están —o no— generando.


La crisis: una podredumbre sistémica

México, al igual que gran parte de sus vecinos latinoamericanos, no atraviesa una simple coyuntura política complicada. Lo que se vive es la crónica de una crisis anunciada, una podredumbre sistémica cuyas raíces se hunden décadas atrás en un suelo abonado por la impunidad. La corrupción no es un elemento aislado; es un sistema en sí mismo, un hongo que ha logrado filtrarse y permear todos los niveles de la administración pública y la vida nacional.

Las consecuencias de esta metástasis son visibles en el paisaje diario: no se trata solo del desfalco monumental del erario público, cifrado en billones de pesos a lo largo de los años según estimaciones de organizaciones como Transparencia Mexicana. Se manifiesta en la geografía fracturada de un país con un crecimiento profundamente desigual. Es una brecha que se abre entre la riqueza concentrada en pocas manos y la pobreza que afecta a casi el 44 % de la población, según el CONEVAL. Es una fractura en el acceso a oportunidades: para estudiar en escuelas dignas, para trabajar con un salario justo, para acceder a un transporte público seguro y eficiente, para ser atendido en hospitales equipados y para transitar por calles y carreteras en condiciones.

La lista se vuelve abrumadora cuando se añade la capa de corrupción en las concesiones amañadas, los permisos ilícitos para operar negocios o transportes que violan toda norma, y los desvíos de fondos destinados al mantenimiento de la infraestructura básica, la compra de medicinas o el financiamiento de la investigación científica. Es un ecosistema donde la ilegalidad se normaliza.


El relato triunfa sobre la realidad

Y he aquí la paradoja moderna más desgarradora: con las evidencias frente a nuestros ojos —calles deshechas, hospitales desabastecidos, escuelas abandonadas— una parte significativa de la población elige, activamente, creer que todo es una ficción orquestada por los medios de comunicación. Se les acusa de amarillistas, de tener una agenda oculta para desprestigiar al gobierno en turno. Este, a su vez, a menudo emplea una estrategia de manual: descalificar cualquier logro, por mínimo que sea, de las administraciones anteriores para, por contraste, intentar hacer parecer sus propias acciones como una mejora monumental. El relato triunfa sobre la realidad.

Ante este panorama, las preguntas cruciales emergen con urgencia:

  • ¿La lealtad política debe depositarse en un partido o en una persona que se erige como mesías?
  • ¿O debería, en cambio, dirigirse hacia causas justas, realizables y medibles, independientemente de qué sigla las impulse?
  • ¿No es acaso el bienestar de la población, el fortalecimiento de las instituciones y la garantía de derechos la verdadera brújula que debería guiar el apoyo ciudadano?

Es una verdad incontrovertible que seis años de gobierno son insuficientes para reparar el daño acumulado durante décadas. Sin embargo, también es innegable que existen causas y políticas públicas específicas cuyo avance o retroceso sí puede y debe ser exigido y evaluado. El erario público no es una abstracción; es el sudor de la clase trabajadora, el esfuerzo de millones de ciudadanos que sostienen al Estado con sus impuestos y su trabajo diario.

La supervivencia por encima del activismo

Pero aquí se topa la teoría con el muro infranqueable de la realidad práctica: ¿cómo exige un gobierno que rinda cuentas una persona que invierte tres, cuatro o incluso seis horas diarias en traslados precarios hacia su empleo? ¿Qué energía le queda al final del día, después de una jornada extenuante, para investigar, indagar en portales de transparencia, contrastar versiones de noticias o debatir con fundamento con su círculo cercano? El activismo ciudadano y la veeduría exhaustiva son, tristemente, lujos para quienes disponen de tiempo y recursos. El tiempo de esparcimiento, tan necesario para la salud mental, no está diseñado para esa carga adicional de trabajo.

Si a esta falta de tiempo y energía se le suma el riesgo tangible de perder el salario —el sustento de una familia— por faltar al trabajo para asistir a una marcha o a una asamblea, la ecuación se vuelve imposible. La lógica fría, pero brutalmente cierta, dicta que aunque la lucha por un país más justo es necesaria, para una inmensa mayoría, la prioridad inmediata es la supervivencia. El sistema, parece, está perfectamente calibrado para mantener a la ciudadanía en este limbo agotador: con el deseo visceral de cambiarlo todo, pero con las manos atadas por la necesidad de no perder lo poco que se tiene.

Como bien apunta el historiador Yuval Noah Harari en su libro 21 lecciones para el siglo XXI, “En el pasado, los humanos luchaban contra la explotación. La gran lucha del futuro podría ser contra la irrelevancia”. Esta irrelevancia no es accidental; es funcional. A una élite económica y política que ha prosperado en la opacidad no le conviene una población descansada, educada, con tiempo libre para cultivar su mente y su espíritu. Una ciudadanía así es una ciudadanía que piensa, que cuestiona, que exige. Y eso es un riesgo para el statu quo.

La desconexión con la realidad: de impuestos a tragedias

La crisis de desconfianza y la desconexión entre las políticas públicas y las necesidades reales han alcanzado niveles que rayan en lo absurdo. Recientemente, los reflectores del poder se han enfocado en debatir impuestos a los videojuegos, argumentando que la violencia virtual es responsable de la escalada en la vida real. Bajo esta lógica, se carga, una vez más, sobre los hombros de los padres —etiquetados como “malos cuidadores”— una responsabilidad que el sistema les impide cumplir. ¿Cómo vigilar a un niño las 24 horas del día si las extenuantes jornadas laborales de sus progenitores lo hacen materialmente imposible?

La respuesta parece obvia: es considerablemente más fácil y menos peligroso para el poder recaudar fondos de una industria del entretenimiento que declarar una guerra frontal y real a los grupos del crimen organizado, que muchas veces operan con una fuerza y una penetración ciudadana que los vuelve un contrapoder fáctico. Combatirlos de verdad implicaría atacar las causas raíz: la falta de oportunidades, la marginación y la descomposición del tejido social que ellos mismos explotan. Es más cómodo culpar a un videojuego.

Esta misma lógica cortoplacista y recaudatoria se aplica a otros impuestos, como el que grava las bebidas azucaradas y los cigarros —y que el año pasado intentó extenderse incluso al agua embotellada—. La justificación es combatir la obesidad, la hipertensión y la diabetes. Si bien el objetivo de salud es loable, la estrategia es punitiva y superficial. Se castiga el consumo, pero no se crean las condiciones para prevenir el problema.

No existen políticas masivas, robustas y accesibles que permitan a los jóvenes, desde edades tempranas, practicar deporte de manera regular, acceder a clases extracurriculares de arte, música o idiomas. ¿La razón de fondo? Para una enorme cantidad de familias, el dinero y el tiempo son insuficientes. Muchos adolescentes, e incluso niños, se ven forzados a incorporarse al mundo laboral de manera informal para contribuir al gasto familiar. Los útiles escolares, los uniformes y los pasajes no se pagan solos. En un modelo donde frecuentemente el salario de un solo progenitor no basta, el tiempo para el ocio creativo y el desarrollo físico se esfuma. Se trata de sobrevivir hoy, no de prevenir enfermedades del mañana.

La empatía como víctima

Este fanatismo por las ideas preconcebidas y esta desconexión de la realidad cotidiana llevan a una falta de empatía social profundamente dañina. Un caso trágico y emblemático fue la explosión de una pipa de gas en Iztapalapa el pasado 10 de septiembre. La tragedia, que cobró vidas y dejó terribles secuelas, fue seguida por un aluvión de opiniones en redes sociales que, lejos de solidarizarse, buscaron culpables en las propias víctimas.

“¿Por qué la niña estaba al cuidado de su abuela y no de sus padres?”, se preguntaban algunos con frialdad. “Claro, la culpa fue del exceso de velocidad del conductor”, sentenciaban otros, cerrando el caso. Si bien la responsabilidad directa del conductor y de la empresa propietaria —cuyos seguros estaban inactivos, revelando negligencia absoluta— es innegable, estas miradas simplistas ignoran por completo el contexto estructural que permitió la tragedia.

Nadie visibilizó que la madre de esa niña muy probablemente se encontraba trabajando en un empleo que no ofrece las condiciones para conciliar la vida laboral con la maternidad. Nadie pensó en que la abuela, lejos de ser una cuidadora negligente, era probablemente una mujer luchadora que sostenía su propio sustento a través de un pequeño comercio, un esfuerzo que la llevaba a tener a su nieta cerca. La tragedia no fue un accidente aislado; fue la punta de un iceberg de precariedades acumuladas: transporte peligroso, regulación laxa, monopolios en el abastecimiento de gas, falta de supervisión gubernamental y una red de seguridad social inexistente para las familias trabajadoras.

Además, el desenlace puso en evidencia una mentira monumental. Mientras las autoridades presumían en informes oficiales que los hospitales de la Ciudad de México se encontraban “abastecidos al 90 %”, la alcaldía de Iztapalapa, epicentro de la emergencia, tuvo que salir a través de redes sociales a pedir donaciones de insumos médicos básicos —gasas, sueros, guantes— para poder atender a los heridos. La pregunta resonó con fuerza: ¿dónde estaba ese abastecimiento del que se ufanaban? La realidad, una vez más, desnudó al relato oficial.

Un llamado a la acción consciente

La cotidianidad en México se torna cada vez más hostil. Frente a esto, las salidas extremas como el golpe de Estado son espejismos peligrosos que solo prometen más caos. La verdadera ruta de escape, aunque larga y ardua, es otra: la de la información, la empatía y la participación consciente.

Se requiere un esfuerzo colectivo para quitarnos el velo del fanatismo, para dejar de ver la política como una guerra de colores y empezar a verla como la administración de lo común. Como escribió Eduardo Galeano, “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. El cambio comienza por elecciones informadas, no por lealtades ciegas. Comienza por preguntar no “¿qué partido lo dice?”, sino “¿esta medida mejorará realmente mi vida y la de mi comunidad?”.

El futuro no pinta halagüeño. Si no se logra romper este ciclo de fanatismo y desinterés forzado, serán las próximas generaciones —nuestros hijos e hijas— quienes carguen con el peso de nuestras malas elecciones y de nuestra incapacidad para actuar cuando aún había tiempo. La deuda no es solo económica; es moral, y cada día que pasa crece un poco más. El momento de elegir entre la fe ciega y la mirada crítica es ahora.

Y ¡Qué Viva México! En un país marcado por la violencia, la tragedia, la corrupción y la desigualdad ¡Qué Viva! En un país donde no hay nada que celebrar.

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