La promesa que le debemos a los caídos del 68 y cómo honrarla con cada grito de protesta en el presente.

 





El eco de Tlatelolco: cuando la esperanza se enfrentó al miedo y su legado en nuestro presente

Entre la neblina gris de la confusión, entre los gritos que se estrellaban contra los edificios de concreto, entre el olor metálico de la sangre que comenzaba a empapar la plaza y el miedo que helaba hasta los huesos, se desarrollaba una de las tardes más profundamente grabadas en la memoria colectiva de México. No fue un día cualquiera; fue el 2 de octubre de 1968. En la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, un lugar que narraba siglos de historia desde la época prehispánica, se congregaba una multitud diversa. Estudiantes con sueños en los ojos, maestros con la frente en alto, periodistas con sus libretas, familias enteras y artistas con sus convicciones. Todos compartían un propósito común, un anhelo que trascendía a los individuos: discutir los siguientes pasos de un movimiento que buscaba, simplemente, un diálogo. Una conversación que el gobierno se negaba a escuchar.

El pliego petitorio que portaban no era una declaración de guerra, sino una carta de derechos pisoteados. Era la materialización de una demanda de dignidad. Exigían:

  1. Libertad a los presos políticos: La liberación inmediata de todos aquellos encarcelados por pensar distinto, por alzar la voz. Líderes opositores y estudiantes cuyos únicos delitos fueron la disidencia y la valentía.

  2. Destitución de los jefes de la policía y de los granaderos: Nombres como los generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiola, o el teniente coronel Armando Frías, se habían convertido en sinónimo de represión brutal. Su remoción era un paso necesario hacia la justicia.

  3. Extinción del Cuerpo de Granaderos: La disolución total de este cuerpo policial, percibido y vivido como el brazo ejecutor directo de la violencia estatal. No solo su desaparición, sino la prohibición expresa de crear cualquier institución similar en el futuro.

  4. Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal: La eliminación de estas figuras jurídicas, herramientas legales diseñadas para criminalizar la "disolución social" y la "rebelión". Eran los candados legales que justificaban la persecución y las detenciones arbitrarias de cualquiera que cuestionara al poder.

  5. Indemnización a las familias de los muertos y a los heridos: Un reconocimiento tangible, una compensación económica para las víctimas y sus familias por el dolor y la pérdida sufridos desde que el conflicto escaló el 26 de julio de 1968.

  6. Deslinde de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo: No era venganza, era justicia. Exigían una investigación seria y la sanción para todas las autoridades involucradas en la violencia desatada por policías, granaderos y el propio Ejército.

Este movimiento estudiantil no era un grupo aislado de jóvenes idealistas. Había logrado tejer un apoyo fortuito y masivo en la sociedad mexicana. Tan solo unas semanas antes, la icónica Marcha del Silencio, el 13 de septiembre de 1968, había sido un testimonio elocuente de este respaldo. Se estima que más de 150 000 personas inundaron las calles de la Ciudad de México en un silencio sobrecogedor, un mutismo que gritaba más fuerte que cualquier consigna. Aquella marea humana demostró algo poderoso: sin importar si se venía de la UNAM, del IPN, de una colonia popular o de un barrio acomodado, existía una unión forjada en la defensa de los derechos básicos. Había un sentimiento consensuado de que el gobierno, lejos de escuchar, había optado por reprimir y descalificar sus legítimas peticiones, tachándolas de ser meros títeres de corrientes comunistas y trotskistas.

Y es que no se puede entender el 68 mexicano sin mirar el mapa global. El mundo estaba dividido por la Guerra Fría, y cualquier movimiento social era inmediatamente filtrado a través de ese lente. El gobierno mexicano, bajo la mirada atenta de una CIA que mantenía correspondencia y comunicación con el presidente Gustavo Díaz Ordaz, veía fantasmas comunistas por todas partes. La Revolución Cubana y la figura de Fidel Castro eran un espectro que acechaba, y la posibilidad de que la "infección" se extendiera a México era un temor real en los despachos del poder. En una época donde la información fluía principalmente a través de los periódicos, la mayoría controlados o influenciados por el gobierno, la batalla por la narrativa era feroz. Pero los estudiantes supieron sortear este cerco mediático. Los volantes, los panfletos, las asambleas abiertas y la prensa independiente se convirtieron en sus armas. La sociedad, ávida de una verdad que los medios oficiales ocultaban, leía y escuchaba. Y así, supo, con absoluta claridad, que aquellos jóvenes no eran agitadores al servicio de una potencia extranjera; simplemente clamaban justicia.

La pregunta que resuena, más de cinco décadas después, es una que va más allá del hecho histórico concreto: ¿por qué? ¿Por qué esas peticiones? ¿Qué detonó este despertar colectivo?

La chispa que encendió la pradera no fue un evento grandilocuente, sino algo aparentemente mundano: una pelea. A finales de julio de 1968, durante un partido de fútbol entre la Vocacional 2 del IPN y la preparatoria Isaac Ochoterena, una riña estudiantil escaló. En ese contexto, el Cuerpo de Granaderos intervino con una ferocidad desproporcionada. No se contentaron con dispersar a los involucrados; ingresaron a las escuelas, golpeando a diestra y siniestra, dejando un reguero de heridos entre quienes simplemente estaban en el lugar equivocado. Fue un acto de violencia gratuita que evidenció, de un solo golpe, la brutalidad de un aparato policial que operaba sin controles.

La escritora y periodista Elena Poniatowska, en su obra fundamental "La noche de Tlatelolco", recoge este sentir a través de un testimonio anónimo que bien podría resumir la indignación de la época: "Nos dimos cuenta de que no éramos rivales, éramos compañeros. Ellos, los granaderos, eran el enemigo común." Esa fue la génesis. Una pelea entre contrarios en una cancha de fútbol se transformó, de la noche a la mañana, en el catalizador que unió a las dos mayores casas de estudio del país: el IPN y la UNAM. La opresión en la expresión y el control policial mediante la fuerza desmedida dejaron de ser quejas aisladas para convertirse en el tema central de una discusión pública y urgente.

Este despertar se dio en un momento políticamente delicado. México se preparaba para ser el anfitrión de los Juegos Olímpicos de 1968. Para el gobierno de Díaz Ordaz, la imagen de un México estable, moderno y pacífico era una obsesión. Cualquier sombra de conflicto, cualquier protesta que pudiera "manchar" esa imagen ante los ojos del mundo, era percibida como una amenaza existencial que debía ser eliminada a toda costa. La "paz y el orden" no eran ideales, sino una fachada que había que mantener impoluta, incluso si el precio era la sangre de sus propios ciudadanos.

Y así, esa cadena de eventos, que inició con porrazos en una vocacional, encontró su trágico y previsible final en la tarde del 2 de octubre. La cita era en Tlatelolco. Miles acudieron. Desde el balcón del edificio Chihuahua, los líderes del movimiento hablaban. De repente, una bengala surcó el cielo crepuscular. Fue la señal. Desde entonces, las cifras exactas han sido motivo de disputa, una lucha más en la batalla por la memoria. Mientras el gobierno hablaba de unas pocas decenas, investigadores, periodistas y organismos internacionales elevan la cuenta a un estimado escalofriante: más de 1500 personas entre muertos y heridos. Familias destrozadas, vidas prometedoras segadas, un país que, en ese instante, perdió una parte de su inocencia. La plaza se convirtió en una ratonera. No hubo distinción. Jóvenes, ancianos, niños, periodistas extranjeros… todos fueron blanco. Los tanques rodearon la plaza, los soldados dispararon contra la multitud. Fue una masacre planificada, un mensaje claro del poder: la disidencia se paga con la vida.

¿Algo cambió desde el 2 de octubre?

La respuesta oficial fue un muro de silencio y negación. El gobierno nunca aceptó su culpa. En su lugar, se justificó con un discurso que hoy nos resulta tristemente familiar: eran "líderes de un movimiento que amenazaba la paz nacional". Entre líneas, se leía otra cosa: eran una amenaza para el statu quo, para la corriente política dominante, y en el tablero global de la Guerra Fría, México no podía permitirse ser un "eslabón débil" que permitiera al comunismo saltar desde Cuba hacia Estados Unidos. La geopolítica se usó como coartada para la represión interna.

Las consecuencias de esta negación fueron profundas y duraderas. El control sobre los medios de comunicación se mantuvo férreo. El Cuerpo de Granaderos no fue disuelto; de hecho, se fortaleció. La represión policial continuó siendo una herramienta de gobierno. Esta herida abierta, este trauma colectivo, se incrustó en los huesos de la sociedad mexicana. Generó una desconfianza estructural y casi instintiva hacia las instituciones, hacia la policía y, muy especialmente, hacia el Ejército. Se normalizó la idea de que el Estado puede ser, no un protector, sino el principal agresor de su pueblo.

El ensayista Carlos Monsiváis, una de las voces más lúcidas para descifrar a México, lo expresó con amarga claridad: "El 2 de octubre es la fecha que divide al México contemporáneo: de un lado, la esperanza en el cambio pacífico; del otro, la certidumbre de que el poder solo entiende el lenguaje de la fuerza." Esta certidumbre, este aprendizaje forzado, es el legado más pesado que Tlatelolco le dejó a las generaciones futuras.

El hilo invisible: de Tlatelolco a las protestas del presente

La historia no se repite, pero a menudo rima. Y los ecos de los gritos en Tlatelolco resuenan con una fuerza inquietante en las calles de hoy. El gobierno, a través de los medios y sus discursos, ha perfeccionado el arte de la división social. Ya sea mediante conexiones con sectores religiosos o explotando grietas ideológicas, ha logrado fragmentar las luchas. Sin embargo, en el subsuelo de la sociedad persiste un conocimiento tácito: los derechos no se mendigan, se ejercen. Se protesta para que la vida mejore en cada aspecto, por la dignidad inherente a todo ser humano, y porque la mayoría, la clase trabajadora, sostiene con sus impuestos un sistema que parece diseñado para enriquecer a unos pocos y empobrecer las condiciones de la mayoría.

En cada protesta contemporánea, se activa un guion mediático previsible. Basta observar la cobertura de las marchas del 8M (8 de marzo, Día Internacional de la Mujer). Mujeres organizadas, poderosas, marchando en bloques, pintando consignas en monumentos, abriéndose paso, ¡sí!, frente a los mismos granaderos que heredaron la lógica represiva de 1968. Y, como un reflejo condicionado, surgen las mismas reacciones. Los titulares de algunos medios: "Como cada 8 de marzo, las mujeres: pintan, destruyen, rayan". Y el coro en redes sociales: "Rayando no se resuelve nada""Destruyendo monumentos no regresan a las mujeres".

Llega entonces el 9 de marzo, el Día Nacional de la Ausencia (#UnDíaSinNosotras), y el discurso da un giro. Los mismos medios que criticaron la "destrucción" ahora santifican una protesta silenciosa, presentando, por ejemplo, la entrevista a una granadera o una barrendera que "hoy tiene más trabajo por lo que rayaron". Se construye una narrativa que ensalza la protesta "inofensiva" y condena la disruptiva. Pero, crucialmente, en medio de esta polémica superficial, se pierde el mensaje central. Nadie habla, con la profundidad y el horror que merece, de las cifras escalofriantes de feminicidios. Nadie conecta los puntos para señalar que esa reportera o esa barrendera, cuya carga laboral se lamenta, bien podrían no regresar a casa al día siguiente, víctimas de la violencia machista o de las redes de trata.

Este patrón se repite en casi toda manifestación social. Siempre hay una voz fuerte que explica "CÓMO NO HACER LAS COSAS", que condena los métodos, que se escandaliza por un vidrio roto o una pintada. Pero son notablemente escasas las voces, especialmente desde las esferas de poder, que proponen un "ESTA VEZ HAREMOS ASÍ LAS COSAS" que sea efectivo. Se critica el síntoma (la forma de la protesta) para evadir la discusión sobre la enfermedad (la causa que la origina).

Sin embargo, la historia global reciente nos ofrece espejos en los que mirarnos, ejemplos donde la desobediencia y la unidad masiva han logrado lo impensable. Tomemos el caso de Nepal. En 2021, en un escenario que parecía sacado de un relato distópico, la Generación Z salió a las calles de Katmandú. No fue una protesta pacífica y ordenada. Desafiaron prohibiciones, ignoraron toques de queda y se enfrentaron directamente a la autoridad. Hubo disturbios, incendios y una determinación feroz. Desde fuera, en las noticias internacionales, se les podía tildar de "alborotadores". Pero su objetivo era claro: libertad política y el derrocamiento de un gobierno que consideraban ilegítimo. Y, contra todo pronóstico, lo lograron. Su unión, su falta de miedo y su negativa a parar hasta conseguirlo, escribieron un nuevo capítulo en la historia de su país.

En Argentina, la realidad es diferente, pero igualmente poderosa. Ante una desigualdad galopante, pensiones miserables para los adultos mayores, una falta de inversión crónica en salud y educación, un apoyo nulo a las personas con discapacidad y oleadas de despidos masivos, el pueblo ha salido a protestar de una manera que ha dejado al mundo con la boca abierta. Se han registrado manifestaciones de una escala casi inédita, con hasta 2 millones de personas cantando en las calles. Si bien no han logrado un cambio de régimen ni la atención plena del gobierno a sus demandas, su lucha no cesa. La resistencia es constante.

La diferencia crucial entre Nepal y Argentina reside en la unidad. En Nepal, fue una generación completa, unida por una sola causa, la de la libertad política, la que actuó como un puño. En Argentina, las protestas, aunque masivas, a menudo se han dado por segmentos: los jubilados, los trabajadores, los movimientos sociales. Uno no puede evitar preguntarse, en un ejercicio de esperanza activa: ¿qué pasaría si esos dos millones de argentinos, con todas sus demandas específicas, lograran fusionarse en un solo bloque, en un frente común contra un sistema que los oprime a todos? Suena idílico, incluso utópico, pero la historia sugiere que es la única vía que ha demostrado resultados contundentes.

El poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió en una de sus obras: "Al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime." Esta cita encapsula la esencia de la lucha social. La protesta, con su aparente caos, es el río que se desborda. La opresión, la injusticia estructural, la indiferencia del poder: ese es el lecho que oprime.

En tiempos modernos, la lucha ya no puede permitirse el lujo de estar fragmentada por el color de un partido político, el nombre de una escuela, la religión que se profesa o la clase social a la que se pertenece. La lección de Tlatelolco, la de Nepal, la de Argentina, es una sola: la unión hace la fuerza. Salir a las calles y, en ocasiones, utilizar tácticas disruptivas que incomoden el orden establecido, puede ser la única forma de ser escuchados cuando todas las otras vías han sido bloqueadas. La consigna que surgió con fuerza en los 70, alimentada por la sangre de Tlatelolco, sigue más vigente que nunca: "El pueblo, unido, jamás será vencido".

Ellos, los que ostentan el poder, son pocos en comparación con la inmensa mayoría. Es un deber moral, un acto de memoria histórica, honrar a las víctimas no solo del 68, sino de todos los movimientos reprimidos que, con su sacrificio, abrieron una rendija de conciencia en la sociedad. Aquellos eventos nos enseñaron, de la manera más dura posible, que la lealtad ciega a un partido político es inútil, que debemos elegir a nuestros gobernantes con conocimiento y criterio, y que, sobre todo, tenemos la obligación de entender el porqué de los movimientos sociales, antes de juzgarlos.

La Plaza de Tlatelolco hoy está quieta. Los edificios siguen en pie. Pero si se escucha con atención, con el oído pegado al suelo de la historia, aún se pueden percibir los ecos. Son un recordatorio, una advertencia y, al mismo tiempo, una invitación a la acción. La lucha por la dignidad nunca termina; solo cambia de forma. Y la siguiente página de esa historia está siendo escrita, en este preciso momento, por las decisiones y la unión de quienes heredaron el derecho a soñar con un mundo más justo.

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